miércoles, 12 de junio de 2013

Estrellas latentes

Una canción de alta cuna sonaba en la habitación entonada por una ama de cría singular. Gruesa, dicharachera y beoda. Nadie conocía el por qué aquellos padres de importancia hubieran dado a la niña tanto consentimiento, tanta naturalidad.
No es para menos decir esto, pues se llamaba Agustina Hera Bartolomé Cosío. Al principio todos en el pueblo dudaban de la decisión que habían tomado los patronos del pueblo - se puede decir- en cuanto a la educación de su hija.
Este trato comenzó cuando Adriana tenía seis meses. Por aquel entonces Agustina había parido hace poco y en principio le daría el pecho a la criatura para que a su hermosa madre -muy vigente con respecto a su marido- no se le cayeran las tetas.
Adriana comenzó mamando la leche de Agustina y era dulce como la miel, recordaba ella, ya más tarde, que sabía distinguir el sabor de la leche materna. Quizás por no haber mamado de su madre, quizás porque tenía los recuerdos “despiertos”, quizás porque tenía los pies muy en la tierra desde pequeña.
Tras los primeros años, que fueron varios, Adriana comenzó a tener una amistad sincera con su ama. Primero desde la infancia como una niña que encontraba dulzura y viveza en Agustina. Una comprensión particular ya que Agustina la sentía como su propia hija y siempre, siempre, hacía por entender sus pequeñeces, sus grandezas, sus caprichos.
Los padres de Adriana eran por supuesto muy solícitos, cercanos a su hija y comprometidos pero se creo una cierta complicidad entre la niña y Agustina. Ella era cálida, fértil, un poco atontada en la fortuna de sus rápidas palabras llevadas por el vino. No era una mujer de su tiempo. O quizás sí. (¿Sabemos cómo han sido las mujeres de muchos tiempos? Como estudiante de antropología puedo decir que muy poco.)
Esa complicidad se desarrolló. Cualquier niña hubiera sucumbido ante aquel carácter, la hubiera marcado de por vida en su más interno yo. Pero los padres de Adriana siempre notaron que aquella criatura -como listos Señores que eran- gozaba de una independencia casi sobrenatural.
Así, habían pasado 16 años y Agustina seguía yendo por casa de los padres de Adriana a hacerle el cuarto,  el almuerzo y un sándwich por las noches. A Agustina no le importaba, incluso ponía horarios en casa para que su trabajo fuera como la seda.
Aquella noche, era un quince de junio, Adriana estaba intranquila. Saldría aquella noche a casa de unos vecinos y Agustina, más que su Madre, sabía que algo se cocía: el primer chico de Adriana.
Agustina se acercó mientras ella buscaba ropa en el vestidor. Estaba aquel día repleta de cosas, Agustina. En cierto modo todo el día había estado flotando. No se había dado cuenta hasta aquel momento. Mientras cocinaba, cuando planchó o cuando estuvo arreglando el baño de Adriana. Desde que notó la Tierra bajo los pies al asomarse a su casa con porche frente a la playa (en aquellos tiempos era más fácil tenerla).
“En Punta Paloma sólo hay un chico para ti, Adriana -le dijo-. No le des lo que le darías a cualquiera. Y da siempre sólo lo que te salga del corazón” Adriana pensó un momento y le dijo: “Mi amor sólo es mío y es todo tuyo, Hera”.
Agustina sintió un frío en los brazos y supo que nunca habría de preocuparse por su niña. “Ella iría a un único sitio. Ya era una gran mujer, había visto las mentiras y verdades de cada uno de sus comunes, estaba demasiado cerca y a la vez demasiado lejos”

No hay comentarios:

Publicar un comentario