sábado, 20 de julio de 2013

Hay que ser feliz.

Un día me encontré en un callejón ruinoso, oscuro e incómodo. Había allí un restaurante pequeñito. Ahora no recuerdo si esto me pasó en Roma o aquí en mi Tierra. Se pasaba por una cocina bastante limpia a un patio posterior donde unos palets en las paredes hacían de asiento a unos tiestos. Unas bombillas dislocadas abrían un tragaluz elegante en aquel patio de adoquines -no recuerdo si de piedra o de mampostería.
Un camarera canijita y pequeña, sin acento a pesar de parecer extranjera, servía las 7 o 9 mesas. Un señor largo y concentrado daba vueltas recogiendo los platos aunque se intuyera de pleno que era el propietario. Una señora ancha y poco discreta estaba a los fogones dando voces, y una venezolana que hacía de pinche iba fregando.
Es evidente que no tenía mucha lotería ganadora.
Llegué confuso, un poco perdido por la ciudad. Con ganas de comer, comido de sustancias estupefacientes. “Un vino, Cati, un blanco cualquiera” Mi italiano es regular también y con los paisanos tampoco me hayo. Ya dicen, no hay profeta en su tierra. Menos en su familia, digo yo.
Los profetas son cosa curiosa. No tiene ninguna gracia saber el futuro aún cuando sea para bien. ¿Quién podría decir?. La comida nunca me ha hecho feliz. Ni por muy sibarita que sea. Hay cosas mucho mejores. Siempre recuerdo al Beato, -ya Santo-, Alonso de Orozco que comía dos nueces al día y dormía sobre sarmientos en su etapa de purificación.
Purificación, profetas, manías, comidas y chicas “conocidas”. Nada tiene mucho sentido. Todo es de un absoluto sentido. Pero el devenir corto, el lujo del instante te lleva a estas cosas.
A veces se puede predecir, otras ingeniar, otras calcular, otras verlas venir, pero lo más importante de todo no hace falta que lo diga. Que cada uno encuentre la felicidad con los suyos. Y él que no tiene es porque no lo merece. Y el que miente para tenerlo se quedará sin nada.
Al final se acabó la sangre en tomate.

No hay comentarios:

Publicar un comentario