lunes, 15 de abril de 2013

Revueltas de Infancia

Tiraba fuerte de su bolso con estampado de caramelos y esmeraldas muy Ágata Ruiz. Con sus coletas a los lados gemía por llevar su bolsa cargada de libros. Y en sus calcetines de media pierna había un hálito de salir corriendo en cada instante.
“No te acerques a la piscina”. “No andes las escaleras”. “No perturbes el sueño de tus padres”. “!Venga¡, al colegio”
Antígona era una niña obediente aunque soltaba la mano. Chapurreaba el francés, en inglés y dominaba el castellano con sus cuatro años de antiflores y sonrisas. Los buenos colegios, las buenas amas, los buenos pares de cartón que eran sus padres, sus abuelos, efigies de sus saltos y cabriolas, -como un cuadro no pintado.
Todo era luz en Antígona. Y fuerza. Un máximo freudiano. Un intolerante a la vez que amable superyo. Un Ser y el Tiempo que sabía saltar sobre el camino firme de la infancia. Yo por aquel entonces contaba 10 años y, siendo un personajillo tan responsable, los vecinos, sus padres, me encargaban dejarla en la Guardería camino del colegio.
Aquella niña pelirroja se me quedó grabada para siempre en la memoria. Como no podía ser de otro modo, y por mucho que he leído a Freud e intentado cultivarme en el mundo de la obscenidad, estoy completamente seguro que de no existía una mota de tensión sexual entre aquellos que éramos dos seres en instancias de dejar de ser puros.
Pero aquella calidez del ordeno y mando con la inocencia de un hada o una mariposa. Aquella sonrisa de ave. O aquellas carreras de fuego camino de la guardería me hicieron intuir muchas cosas maravillosas sobre lo que yo estaba dejando de ir.
Era un pulso constante al corazón aquella infancia. Aquella potencia que se adormecía cuando se tomaba un cola cao. Capaz de intentar ordenar los pliegues de un papel hasta el infinito “¡¿Dónde está mi barco de princesa?!¿ùé?!”.
A parte de sus cuelgues de niñ@ cuando algo no salía del todo perfecto, cuando el reloj no marcaba el segundo correcto, en aquellos paseos fui descubriendo, como decía, la extraordinaria potencia de los cerebros jóvenes, cuánto nos destruían los conceptos sociales, las circunstancias, las tontadas del carácter que dejamos pervivir en nosotros mismos.
Me veía en aquella niña. Me veía partir. Me veía marcharme, correr un circuito con demasiadas esquinas ya. Me veía como un anciano mirando a Jean Paúl con 35 sin “chapurrear” francés y teniendo un odio contumaz al idioma de los Tudor. (Mientras más aprendía menos me gustaba).
Estaba orgulloso de quién llegaría a ser aquella niña. Pero lo que más me dolió no fue su destino, fue que se perdiera aquella picardía sin picardía, aquel repetir con la insistencia de él que piensa luego, aquel fuego sin dueño más que su Papá, aquella sonrisa furtiva a su madre, o aquellos arreones del brazo en busca de su dulce preferido.
Pasé mucho tiempo en aquellos años por casa de los López. Pero entonces, cuando Antígona contaba seis, su padre falleció en un accidente automovilístico.
Su madre no supero bien el golpe, se hundió y empezó a beber muy a menudo. La casa de Antígona se volvió un saco de sombras. Al poco se mudaron a otra ciudad y dejé para siempre de ver a Antígona.

Hasta ayer cuando paseando cerca del puerto vi un giro de aquel fuego en un coche que cruzaba. Íbamos lentos, junto al Boulevard. Ella marchaba en un VW Golf con unas tablas de surf en el techo y conducía un chico muy hermoso con gafas de sol. Me quedé mirando y ella se quedó mirando, nos cruzamos mil viajes a la guardería, mil caprichos, mil carreras y mil voces de niño. Y lo peor de todo es que no sé si era ella ni creo que ella supiera que pudiera ser yo. Pero me queda mi cerebro de niño.
Muy posible es que sea gracias a ella.

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